ARAÑAS EN EL LAVABO

-¡Qué asco! Te has... -la profesora iba a decir “meado”, Esteban lo sabía. -¿Te has hecho pipí? -dijo con incredulidad fingida, remarcando la última palabra. No era la primera vez que tenía que sufrir eso en el aula y hacía tiempo que había decidido ser expeditiva al respecto. ¡Clase de meones! Que tenían doce años, por amor de Dios. -¿Por qué no me has pedido permiso para ir al aseo? -silencio -Ve inmediatamente a por serrín donde el conserje.


Esteban salió de clase arrastrando los pies. Había aguantado todo lo humanamente posible. Al salir no pudo evitar fijarse en la sonrisa de sus compañeros. No eran sonrisas de burla, sino sinceras. Eran sonrisas que decían: “has tomado el camino más difícil pero, al menos, te has librado”. A diferencia de María, su novia, no era el chico más rápido de la clase. Y, para ir al lavabo de la segunda planta, tenías que ser rápido.


Pasó ante la puerta del lavabo intentando no mirar hacia su interior, con un escalofrío recorriéndole la espalda como una araña. Lo pasó en silencio. Cuando por fin llegó a la escalera la empezó a bajar mucho más relajado, canturreando una canción, rumbo al cuartucho del conserje. Era un hombre simpático que, en cuanto le explicó lo sucedido, no solo le preparó un poco de serrín, una escoba y un recogedor, sino que le dejó una toalla para ocultar la mancha de sus pantalones hasta que estuviesen secos, cosa que Esteban agradeció, pues no quería seguir haciendo el ridículo delante de María. ¿Seguiría queriendo besarle después de eso? Acababan de empezar y no quería perderla tan pronto.


Cuando entró en la clase notó su ausencia en seguida. Mientras echaba el serrín por el suelo y lo barría preguntó con disimulo a Jaime:


-¿Dónde está María?

-Ha ido al baño -dijo con cara de preocupación. Y, tras una pausa: -mal rollo, tío. Pero no aguantaba.


Esteban no lo podía creer. Se apresuró a terminar de recoger el serrín ignorando la mirada asesina de la maestra y bajó corriendo a devolver las cosas al conserje. Al volver a subir las escaleras se detuvo en el lavabo de las niñas. Llamó a la puerta con cierto miedo. Miedo, no a encontrar a alguien dentro, sino a no encontrar a nadie. Llamó nuevamente. Nadie contestó. Volvió a llamar más fuerte. Sin respuesta. Se armó de todo el valor que pudo encontrar y giró el picaporte. Entró vigilando los cuatro costados. El baño estaba completamente vacío. Huelga decir que no miró tras la esquina. Sabía que no podía estar ahí. Sabía lo que había ahí, y no era María. Fue corriendo hacia la clase. Quizás habría vuelto.


Cuando entró, sus peores temores se confirmaron: María aún no había vuelto. Esteban se sentó, intentando controlarse. Aguantó unos minutos hasta que decidió que no podía aguantar más. De fondo, la maestra hablaba:


-Y este signo, chicos, significa “mayor que” -decía.


Esteban se encontraba a miles de kilómetros. Estando mucho más preocupado por su problema que por los comparadores, levantó la mano. Quería reñir a la maestra, gritar, insultar o preguntar cómo era posible que fuese tan negligente. Pero cuando la maestra le miró y le preguntó qué quería, él solo dijo:


-¿Puedo ir al baño, “señu”?

-Vaya, veo que hemos aprendido la lección -dijo con sorna. -Sí. Sí. Ve: prefiero eso a tener más “accidentes” en clase -repuso, sintiéndose magnánima. -Y recuerda: este curso solo puede ir a los de esta planta.


Miró su reloj de pulsera mientras salía, no sin dejar de sostener la mirada a sus compañeros de clase. Una mirada llena de preocupación. Una mirada que decía: “pero ¿qué haces?” Que decía: “¿te has vuelto loco?” Que decía: “No eres lo bastante rápido.” Que decía: “Definitivamente te has vuelto loco”.


Salió de clase pero no fue al baño. En vez de eso lo pasó de largo y se ocultó en las escaleras, esperando. No podía entender como la maestra había permitido que María fuese al baño. No era una mala maestra. Hasta cierto punto, Esteban podía decir que le caía bien. Pero ese día había cruzado el límite. Apenas llevaba una semana saliendo con María, solo un beso en los labios, y se había perdido para siempre. Por su culpa. No pensaba volver a su clase. Miró su reloj y se preguntó cuanto rato pasaría hasta que saliese a por él. Apenas llevaba un minuto fuera.


Se quedó contando los segundos, notando cada latido lleno de anticipación golpeándole el pecho y la barriga, sintiéndose mareado y excitado a la vez. Saboreando la rabia y el ansia de vengarse por primera vez en su corta vida. Sabía a bilis. Solo rezaba para que no mandase a un compañero en su lugar.


Al fin, al cabo de diez minutos, salió la maestra en su busca. Daba fuertes y largos pasos, mientras refunfuñaba algo sobre “¿por qué tardarán tanto, esos dos en el lavabo? Como los encuentre haciendo algo raro me los llevo con el director”. Esteban miró, triunfal, como esta se acercaba a la puerta de los lavabos.


-¿Se puede saber qué hacéis los dos en el lavabo tanto tiempo?¡Salid inmediatamente! -dijo, mientras entraba en el lavabo de chicos. Esteban no podía creer su suerte. Tras unos instantes de silencio, la voz de la maestra ya no sonaba tan segura de sí misma. -¿Chicos? -dijo, con un titubeo -. ¿Estáis ahí?


“Cuidado. Hay arañas en el lavabo”, pensó Esteban para sí, desafiante.


Ni siquiera se oyó un grito, ni hubo pelea, ni nada. Esteban vio una enorme criatura artrópoda, insectoide, arácnida, de un par de metros de envergadura, descendiendo silenciosamente sobre el suelo, interponiéndose entre la puerta y la maestra, con una actitud de cazador que le tenía fascinado. Y, cuando volvió a trepar hacia el techo, haciendo gala del mismo silencio, ya no había nadie ahí dentro.


Regresó a la clase silbando una tonadilla y se sentó en el pupitre a esperar. Como una araña.


FIN

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